Región:
Argentina
Categoría:
Sociedad
Article type:
Opinión

Graciela Cabal: la chica del pañuelito y los ojos azules

Región:
Argentina
Categoría:
Sociedad
Article type:
Opinión
Autor/es:
Por Josefina Delgado
Fecha de publicación:
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Se cumplen 10 años de la muerte de la escritora Graciela Cabal

La conocí a Graciela en los primeros años de la década del sesenta, cruzándomela en la calle Viamonte. Nadie se saludaba si no se conocía, y ella era un poquito mayor que yo. Con esto quiero decir dos años, que para la regularidad de nuestras carreras era verdaderamente un abismo. Eran los años de las películas de Antonioni, y todas caminábamos un poco como Mónica Vitti o como Jeanne Moreau. Es decir, nos deslizábamos. A unas pocas cuadras estaba el café los cuatro vientos, ya en la costanera, y muchas de las horas entre clases yo las pasaba allí.

Ella caminaba sin mirar a nadie, vestida de tweed gris, un tapado con cinturón atado flojo, y a veces con un impermeable gris plomo. Pero lo que nunca faltaba, y fue lo que me hizo reparar en ella, era el pañuelito en la cabeza, un pañuelo chico, atado con un nudo fuerte debajo de la barbilla. Eso, y sus ojos azules, transparentes, un poco fríos, mirando para adentro.

Después vino la noche de los bastones largos. Se acabó Viamonte, se acabó Independencia, los policías vigilaban las entradas a las clases, no se podía fumar y los nombres más reaccionarios reemplazaron a los profesores de la más gloriosa de las etapas de la Universidad de Buenos Aires. Yo me salvé del horror de la nada entrando a trabajar al Centro Editor de América Latina. Como dactilógrafa, nada más. Todavía no había terminado la carrera. Allí la conocí a Beatriz Sarlo, y ella me invitó a integrar un grupo de estudios que se iniciaba por entonces: el grupo Buenosayres. Todo junto y con Y griega, aclarábamos, cono el libro de Marechal. Ángel Núñez la llevó a Graciela.

Y allí la conocí, y pude saludarla, y tradujimos juntas la Semantique Structural de Greimas, sin computadora, trabajosamente en nuestras máquinas de escribir tampoco todavía eléctricas, y analizamos los cuentos de hadas de Perrault y leímos a Lévi Strauss y mil cosas más. Empezamos también a cultivar la costumbre de caminar algunas mañanas o ciertas tardes, ya con varios hijos cada una, por Constitución, por Barracas, por San Telmo.

Ella vivía en la calle Caseros, en medio del parque, con Daniel y Pablo, que era casi un bebé. Nos reuníamos a leer, nos reuníamos a estudiar, nos reuníamos a comer pobres e ingenuas comidas que preparábamos con el poco dinero que teníamos. Había o tros compañeros: Graciela Guariglia, Alberto Perrone, Ernesto Goldar. (…)

Caminábamos, como dije, y la ciudad me parece en mi recuerdo una ciudad fantasma. Íbamos hasta la iglesia de Santa Felicitas, en Barracas, y ella me contó por primera vez la historia de Felicitas Guerrero, en años en los que todavía no se había puesto de moda la historia.

Como dije antes, éramos pobres. No existían los grupos editoriales, ni los colegios privados caros, ni las universidades extranjeras que hoy ofrecen titulados en negocios internacionales y en marketing, y si hubieran existido no hubiéramos trabajado en ellos. Pero en cambio había tres editoriales argentinas de prosapia (Emecé, Sudamericana, Losada), algunas editoriales chicas como Fabril y Jorge Álvarez, y el inolvidable Centro Editor, adonde se había ido toda la gente de Eudeba.

Graciela tenía a las mellizas ya y Daniel hacía periodismo, y como ella había renunciado a su puesto de maestra yo le propuse presentarla a la persona encargada de las correcciones de estilo en el Centro Editor. Alberto Perrone, mi marido por aquel entonces y el padre de mis tres hijos, decidió que Graciela necesitaba un vestido nuevo y fueron juntos a comprárselo. Era blanco y negro, a cuadritos, una especie de lo que los franceses llamarían robe-manteau.

Graciela cayó muy bien en el Centro, y el recuerdo de aquella etapa lo tienen Amanda Toubes y otros. Mientras tanto la fugaz etapa democrática, que duró unos pocos meses en el 73, y después la dictadura de Videla, que fue más dura, no es necesario decirlo, y el encierro y el miedo fueron difíciles de combatir. Entonces dejábamos a los chicos en los jardines de infantes y nos íbamos al cine por Corrientes, a ver las películas de Saura, donde cortaban las escenas en las que aparecían actores argentinos exiliados como Alterio o Norma Aleandro. Y esto las volvía más misteriosas. (…)

Las librerías, los cines, los cafés, la Munich de Constitución, la promesa de escribir nuestras necrológicas – estaba tan lejos todo- que yo no cumplí, aquel café de la Avenida de Mayo, los 36 billares, donde nos prometimos ser escritoras de una buena vez por todas, y más tarde los grupos feministas, Dima, las reuniones en la Botica del Angel, ya cerca el fin de la dictadura.

En Carnaval, ese motivo de sus historias, llevábamos a los chicos a algunas salitas secretas de clubes de barrio donde se hacían concursos de disfraz. Los disfrazábamos de piratas, con las botas de goma de la lluvia y alguna camisita escocesa y el resto era relativamente fácil y barato. Y los cumpleaños. Nunca dejamos de festejarles uno solo de los cumpleaños, aunque algunos de ellos –entre las dos reunimos seis- lo nieguen ahora que son grandes.

No soñábamos con puestos de poder, jamás hubiéramos pensado en intrigar para quitarle el lugar a alguien ni ocupar posiciones que no mereciéramos. Fuimos generosas cuando otros eran mezquinos, como cuando brindamos con sidra porque Borges y María Kodama decidieron casarse.

Graciela fue mi amiga, la amiga de la juventud y la adultez. Alguna vez, en broma, me dijo que dijéramos que éramos primas. Siempre tuvo para mí el gesto adecuado. Nunca nos peleamos aunque alguna vez pudiéramos no coincidir. Pero ella siempre me escuchaba. Organizó una fiesta sorpresa cuando me nombraron subdirectora de la Biblioteca Nacional y me hizo una torta con pirotecnia y casi se quema la casa. Nos acompañamos en todos los momentos, buenos y malos.

¿Hubiéramos sido más felices en un país diferente? Éramos pobres y sin embargo no nos faltaba nada. A ella le interesaban los árboles, las redes familiares, los nombres de las calles, las viejas historias, los barrios. A mí el cine, los debates políticos. A las dos, la literatura, las palabras bien puestas, la memoria con imaginación. Recordemos que su primer libro fue un libro de poemas.

Y entonces vinieron sus otros libros, más de sesenta, decía ella con orgullo. Los Jacintos, los Barbapedro, los Tomasitos, la Señora Planchita, Mujercitas eran las de antes, Gardel, Las rositas, Toby, Secretos de familia, la Biblia, Miedo, no podría nombrarlos a todos. Mientras ella escribía La emoción más antigua yo escribía El bosque de los libros y hablábamos todo el tiempo por teléfono.

Ella disfrutaba con sus viajes, con las narraciones en las escuelas, con los viajes al Chaco donde era la reina. En el 2001 fuimos juntas y compartimos la habitación y nos moríamos de la risa recomendándonos lo mismo que nos hubieran recomendado nuestras madres cuarenta años atrás: llevar un saquito.

Así hasta el final, todos los días teléfono, cuando había motivo y cuando no. Las lecturas siempre compartidas: Santa Teresa de Jesús, un plan que no pudimos completar. Y ese libro clave para mí en la historia de Graciela, Las indomables, donde aparece magníficamente interpretada la anorexia como síntoma de rebeldía femenina en mujeres como Catalina de Siena, Antigona y Simone Weill.

Y la despedida, que prefiero no recordar. Porque las historias personales encierran las claves de la historia grande, son aquellos espacios donde uno puede calibrar las tensiones y las esperanzas de una sociedad.

Graciela fue una gran escritora. Muchas veces le dije que para mí lo suyo estaba más allá de los rótulos. Quiero creer que su éxito tuvo que ver con la calidad de su obra y no con los secretos de un negocio productivo.

¿Por qué? ¿Cuáles fueron las claves de su escritura? Releyendo algunos de sus libros, se recupera cierto sabor de cosa antigua que ella recibió de los relatos familiares pero que fue inventando a medida que escribía e investigaba. Siempre investigaba. Los remedios atroces de cada época, las medicinas alternativas que siempre ofrecen una esperanza donde ya no la hay. Los barrios, las costumbres. Pero con imaginación. Nada de costumbrismo a secas. Construyó personajes inolvidables. Las mujeres. Las mujeres de Graciela son fuertes, se rebelan, como las indomables. Como la nena de Mujer de vida alegre, como la abuela de Las rositas, o Rosina, la que se enamora del titiritero italiano. Las mujeres hacen cosas terribles: se encierran en el baño cuando van a presentarlas a un novio conveniente o amenazan con comerse la caja de los fósforos. O se niegan a preparar el desayuno. O cambian su disfraz de Maja por uno de gitana aunque sean abuelas. Hasta la Señora Planchita, ese entrañable personaje que cuando revisa su vida decide defender la rebeldía de su hija que quiere un juego de química en vez de un costurerito.

La literatura de Graciela es una literatura contra la mediocridad del mundo burgués; paradójicamente -porque ella amaba a la familia- contra esas familias que encarcelan a sus miembros y les impiden ser lo que cada uno decide ser, aunque se equivoque. Era una maestra del humor, y del humor construido a partir de las frases hechas: “el corazón de una madre nunca se equivoca”, o esta que siempre decíamos, a veces un poco en serio, ”quién mejor que los padres para decidir el destino de sus hijos, especialmente de sus hijas.”

Una que es la memoria y la imaginación de la clase media argentina, la que viene de la inmigración, la que no tiene campos ni caballos ni casas antiguas ni prosapia sino la historia de sus antepasados contada a través de historias que cruzaron los mares.

Las rositas es uno de mis relatos preferidos, no solamente porque lo prologué sino porque en él aparece el poder de la fantasía frente a una vida hecha de rituales estériles. La rosa azul, buscada por la abuela a través de recetas complicadas es conseguida por obra del amor y el amor es el arte y la trasmisión de la poesía. Cuando Rosina aparece disfrazada con un traje blanco que nadie identifica como disfraz –hasta eso estuvo codificado, los disfraces- la nena dice fascinada “es Titania, la reina de las hadas,” y allí está Graciela, que seguramente supo a los ocho años que el amor de Titania y Puck vale más que los Winnieh Pohh y hasta los Harry Potter de libros carísimos y campañas de publicidad disparatadas.

Su novela Secretos de familia puede verse hoy como el corolario de una obra original y poco frecuente entre nosotros. Volver a leerla es el mejor homenaje, el mejor recuerdo. Leer la obra de Graciela Cabal como lo que fue, la obra de una gran escritora.

(Del libro de próxima aparición, En el jardín cantan los pájaros. Recuerdos literarios)