Región:
Argentina
Categoría:
Espectáculos

Una plegaria en rojo: el grito feroz de lo que aún sangra

  • Crítica teatral de Muerde, de Francisco Lumerman .  Ph: Jony Paz.
    Crítica teatral de Muerde, de Francisco Lumerman . Ph: Jony Paz.
Región:
Argentina
Categoría:
Espectáculos
Autor/es:
Por Julieta Strasberg
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Crítica teatral de Muerde, de Francisco Lumerman

Luciano Cáceres no interpreta a René: lo encarna, lo habita, lo deja entrar en su cuerpo como un huésped incómodo. Muerde, escrita y dirigida por Francisco Lumerman, es un unipersonal que no deja margen para el respiro: una ceremonia escénica donde la palabra se transforma en aullido, y el silencio, en herida. Durante cincuenta minutos, el teatro se vuelve galpón, jaula, infancia rota, aserradero de recuerdos.

René no sabe cuánto tiempo pasó desde que fue abandonado. Tal vez nunca le enseñaron y su noción del tiempo se volvió errática, al igual que sus pensamientos. Pero el espectador tampoco puede medir el tiempo una vez que cruza el umbral de la sala: al entrar, el afuera se disuelve. Lo único que queda es ese hombre manchado de sangre, ya en escena, sentado ante una mesa de carpintero, sobre un cajoncito de madera (o tal vez, un ataúd).

Nos recibe con la mirada extraviada y los pensamientos desbordados, martillando, aullando, guturando, golpeando y perforando. Desde ese inicio, la imposibilidad de controlar sus pensamientos anticipa el terror, al modo de todo buen thriller psicológico: no hay certezas, sino pistas, fragmentos, sombras que se arrastran por la escena.

El cuerpo y la voz de los fantasmas

La actuación de Cáceres es feroz. Su cuerpo no actúa: late, supura, grita. Hay saliva, hay sudor, hay mocos. Y no por efecto, sino por verdad. El actor hace más que poner el cuerpo: es cuerpo. Se entrega entero a un texto que no permite distancia ni maquillaje. Cada gesto, cada espasmo, cada exhalación forma parte de un dispositivo donde lo físico se vuelve lenguaje. Su cuerpo es campo de batalla: frágil y brutal, es un animal herido que ladra, se esconde, muerde. Hay momentos en que su humanidad estremece —es un niño con miedo— y otros en los que espanta —es un hombre al borde del abismo—. En esa oscilación constante se juega la verdad de su interpretación. Lo suyo no es una actuación virtuosa: es una entrega. Un desgarro.

En ese trance, Cáceres no está solo. Aunque el escenario sea unipersonal, hay presencias que habitan el territorio dramático desde su voz, su respiración, su mirada perdida: él (el padre), la madre ausente, Saco de Palabras, Grandote, Rosa, los vecinos y las vecinas, Manchitas, los perros de los vecinos. Todos ellos emergen con nitidez y habitan el relato, en carne viva. El actor los convoca y los encarna sin cambiar de lugar, sin disfraz: el espacio se descompone y recompone en su cuerpo.

El espacio escénico (obra de Agustín Garbellotto) está despojado, pero cargado de tensión: es más que un decorado, es una extensión psíquica del personaje. La iluminación de Ricardo Sica trabaja en capas: ilumina lo justo y deja al resto sumido en una penumbra que dice más de lo que muestra. Y el diseño sonoro de Agustín Lumerman —sutil, envolvente, cortante— es casi una voz más en el diálogo entre René y sus fantasmas. El perro que no se ve, pero que siempre está.

Una infancia sin relojes

Y sin embargo, en esa construcción del arco psicológico también aparece el niño de diez años: el que le teme a la noche y a las tormentas, el que fue abandonado en un taller que fabrica ataúdes, el que ya conocía el rechazo de la casa grande, el que todavía no entendía el lenguaje de los adultos pero aprendía a recordar con detalles que el tiempo no borra. Una infancia sin relojes pero con marcas, donde cada tabla, cada golpe, cada silencio, se convierte en memoria que se clava —como espinas— en la carne de quien alguna vez quiso ser amado. Y también el devenir a hombre-objeto, deseado con violencia y sin mayor información que la que puede tener un perro librado a los instintos.

El texto de Lumerman —que ya había demostrado su potencia poética en El río en mí y El amor es un bien— encuentra en Muerde su forma más afilada. Como en una versión trash de Dostoievski, René es un idiota moderno, un excluido que lleva la violencia incrustada en la piel, pero cuya monstruosidad es solo la respuesta a un mundo que nunca lo acogió. En sus palabras hay ecos de Judith Butler: ese cuerpo no importa, no fue nunca validado como vida digna de duelo. Es desecho, residuo social.

Y la jaula no es solo física. Es mental, simbólica, estructural. Es la marginalidad hecha carne. En este punto, Muerde se inscribe en una genealogía de obras que han trabajado la exclusión con crudeza y sensibilidad: Terrenal de Kartun, El mar de noche de Tantanian, o incluso Las criadas de Genet. Pero aquí el foco está en la infancia arrasada, en el modo en que el abandono construye monstruos sin que nadie se haga cargo del espejo.

No es casual que Muerde haya sido distinguida con los premios ACE, Estrella de Mar y Escuela de Espectadores. La calidad estética es indiscutible. Pero más allá de los galardones, lo que hace única a esta obra es su capacidad de interpelar. Uno no sale igual que como entró. Porque si René es solo un personaje, ¿por qué duele tanto? ¿Por qué sentimos, con cada rugido, que hay algo de nosotros en ese grito?

La escena final no ofrece redención. No hay moraleja. No hay cierre. Solo una certeza que queda flotando en el aire: la mordida es lo que queda cuando ya no se puede hablar.

En un tiempo donde el teatro muchas veces busca complacer, Muerde elige incomodar. Y eso, en estos días, es un acto político. Un recordatorio de que el arte también puede, y debe, ser un lugar de resistencia.

📍 Timbre 4
📍 Boedo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
🕗 Jueves - 20:00 hs
🎭 Duración: 50 minutos
🔗 Ficha artística completa: @muerde_lobra