Región:
Argentina
Categoría:
Espectáculos

Una ceremonia que resiste: cuerpos, deseo y humillación en la escena del poder

  • Crítica teatral:  Las criadas, de Jean Genet
    Crítica teatral: Las criadas, de Jean Genet

Hace ya varios años que Teatro Diverso sostiene este ritual oscuro y encantado, casi un conjuro persistente que se activa cada vez que Solange y Clara —estas dos hermanas heridas de mundo— se hunden en la carne del personaje de “la Señora”. Desde 2017, pasando por nuevas versiones en 2018 y regresando con fuerza en 2024 y 2025, esta obra se ha convertido en una verdadera investigación escénica de larga duración. El director Darío Serantes, al frente del montaje, ha sabido sostener y renovar una propuesta que no solo no se agota, sino que se intensifica con el tiempo.

La obra Las criadas, de Jean Genet, no es solo una pieza teatral: es una invocación, un acto desesperado de amor-odio que se disfraza de obediencia, pero ruge con resentimiento. En esta versión, la incorporación del actor Víctor Anakarato como la Señora le da una profundidad aún más inquietante a esta ceremonia de máscaras, sometimiento y espejos rotos.

Esta puesta no se mira desde afuera. Se respira, se traga, se arrastra en un perfume espeso y dulce que intoxica. La habitación de la Señora —ese espacio lujoso, saturado de terciopelo, flores y distancia— contrasta violentamente con la ausencia material de las criadas, que habitan un no-lugar: un cuarto apenas imaginado, con olor a encierro, a rancio y a fracaso. El asco es aquí una textura: está en los olores, en los gestos, en el roce de los cuerpos marcados por la humillación. La obra no solo muestra la opresión: la hace carne.

Clara (Darío Serantes) y Solange (Juan Rutkus) se hunden en su juego perverso: simulan, se visten, se insultan, se escupen, se besan y se odian. Como si pudieran deshacerse de sí mismas en el teatro de la opresión, como si el único modo de existir fuera encarnando a quien las anula. Las actuaciones son intensas, comprometidas, sin fisuras. Se nota la historia que tienen con este material: hay una química insana, un ritmo interno que se acelera al compás de un rezo blasfemo. Y con la deslumbrante aparición de Víctor Anakarato como la Señora —un personaje que brilla en su crueldad, que goza y resplandece en el dolor ajeno—, la escena termina por desbordarse con majestuosidad. No hay pausa para el respiro, solo hay vértigo.

El travestismo en esta versión no es un gesto decorativo. Es un manifiesto. Es, al igual que toda propuesta de Teatro Diverso, una forma de romper con lo binario, de fracturar la idea de género como disfraz fijo. Aquí los cuerpos son híbridos, ambiguos, peligrosos. Hay belleza en esa ambigüedad, pero también hay amenaza: lo queer se convierte en una herida abierta por donde sangra el resentimiento social, la alienación, la humillación de clase.

La puesta en escena es austera, pero precisa. El vestuario —diseñado por Miguel Ángel Zandonadi— no solo diferencia: hiere. Distingue jerarquías, fija en la tela lo que la sociedad impone en la piel. Pero además, en esta versión, el vestuario cobra una dimensión nueva con la incorporación del actor Víctor Anakarato. El actor no solo aporta su potencia interpretativa a la figura de la Señora, sino también su creatividad estética: el vestuario que luce es creación propia, así como los collares múltiples, las perlas, los aros y los brazaletes que lleva con exceso deliberado, componiendo una figura exuberante, teatral y feroz.

Uno de los elementos más disruptivos que anticipan la llegada de la Señora son sus guantes de terciopelo rosa fuerte, con dedos larguísimos y desproporcionados. Su función es doble: por un lado, amplifican cada gesto y lo vuelven casi animal, depredador; por otro, simbolizan el alcance del poder, ese que todo lo toca, lo manipula, lo distorsiona. Son manos extendidas que no acarician: imponen, señalan, amenazan.

Aquí resuena la dialéctica del amo y el esclavo, formulada por Hegel y reinterpretada en múltiples contextos. Las criadas desean el lugar del amo, para consolidarlo desde otro cuerpo. Esta identificación con el opresor pone en evidencia una estructura perversa del poder: el esclavo internaliza la mirada del amo, desea desde el lugar del otro, y en ese proceso se borra a sí mismo.

Pero ¿qué ocurre con quien mira esta escena? Esta versión tiene una fuerza psíquica perturbadora, en la que el espectador puede fluir por varios ejes en su impacto emocional. Así, desde una identificación escindida, podría verse reflejado tanto en las criadas como en la Señora, con un malestar ético fruto de los traumas sociales y la violencia de clase. Además, está presente el tema del asco, una cuestión profundamente subjetiva y a la vez universal, que opera como vehículo de conexión y repulsión simultáneamente: los olores, los roces, los tocamientos, la suciedad. La obra genera un estado de incomodidad lúcida, una exposición incómoda al deseo, al sometimiento y al poder.

En este montaje, el teatro se vuelve resistencia, pero también espejo. Un espejo que devuelve una imagen deformada y feroz del poder, la humillación y el deseo. Esta versión lo honra: no con solemnidad, sino con furia. Con carne. Con verdad.

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